miércoles, 29 de agosto de 2012

Emilio Pettoruti, "Un pintor ante el espejo", Solar Hachette $75



(fragmento)

Se aproximaba la fecha de mi primera exposición y los diarios seguían lanzando bombas. Obtuve audiencia para invitar personalmente al presidente de la República, don Marcelo T. de Alvear, amigo de las artes. Me recibió con gran simpatía, me retuvo largo rato y me prometió ir al acto inaugural. Temiendo lo que presentía y veía avecinarse a través de distintos índices, le insinué que viniese de mañana para ver la muestra tranquilo. Me costó convencerlo, acaso porque sentía que su presencia por la tarde podía serme más útil. Por último, se fijó la visita a las once de la mañana del 13 de octubre.
Llegó el día; con cuatro de antelación apareció en "Martín Fierro", firmado por Xul Solar, el primer artículo serio referido a mi pintura que se publicó en Buenos Aires. El catálogo de la muestra fue inteligentemente prologado por Alberto Prebisch.
A las once en punto, don Marcelo T, de Alvear llegaba a la galería. Pocos amigos martinfierristas tenían conocimiento de la visita presidencial y me acompañaban; sin embargo, cuando salí a recibir al Jefe de Estado, la multitud invadía la calle; fue preciso mucha maña para cerrar la gran puerta e impedir la invasión. Alvear se mostró muy simpático departiendo con todos nosotros; luego de contemplar atentamente los cuadros, me deseó buena fortuna más la "chance" de salir indemne de la prueba que me aguardaba.
A las diecisiete horas las puertas de la galería Witcomb se abrieron para quien quisiera entrar. La multitud que aguardaba el momento irrumpió como una marea y en un segundo las salas se desbordaron, sobre todo el gran salón donde Pablo Rojas Paz, uno de mis buenos, valientes e inteligentes amigos "martinfierristas", pronunciaría su anunciada conferencia. Felizmente, las interrupciones fueron escasas y pudo ponerle fin. Mas, no obstante la aparente discreción, no bien hubo terminado, estalló un coro tan alto de gritos y de protestas entre los presentes que aquello era un verdadero loquero.
La razón de esa furia desatada contra el arte que yo exponía no he podido explicármela hasta hoy, dado que, como todo el mundo se precipitó en tropel hacia el interior, los cuadros no fueron vistos por nadie. Por su lado, el director de la galería, previendo el zafarrancho que se originó, había dispuesto una especie de cordón sanitario humano para proteger las obras, excelente medida, porque sin esos parachoques vivos y elásticos, marcos y pinturas se hubiesen hecho estampillas contra las paredes.
Algunas personas que fueron sintiéndose mal, dado el apretujamiento y el aire viciado, unidas a las temerosas, trataron de dejar las salas. El director, asustado porque le hundían los pisos, se había ocupado de hacer apagar las luces que iluminaban directamente los cuadros y hacía parpadear las centrales. La asistencia en masa, volviéndose todavía para insultar a los contrincantes que venían detrás, fue saliendo poco a poco y se cerraron las puertas. A pedido del señor Martínez me quedé conversando con él; la batalla seguía afuera, en la calle Florida, y esta vez, dicen las crónicas pues yo estaba al resguardo, a puñetazos limpios.


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